Años 1928-1935. Portadas: época dorada. Otras actividades.

UN PORTADISTA EXCEPCIONAL
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Ahora que Ramón Puyol recibe el merecido homenaje de su ciudad natal, ahora que va a empezar a circular nuevamente la obra de Puyol y que su nombre va a volver a significar algo para un público más amplio que el de los eruditos y rebuscadores de viejos papeles españoles, yo quisiera evocar una faceta muy concreta de su producción: su excepcional labor -alrededor del año 1930- como portadista.
En Algeciras, supongo que el Puyol conocido es el pintor. Lo que ahí se ha ido exponiendo de su obra -tengo a la vista, por ejemplo, el catálogo de su muestra en la Galería Cartela, en febrero de 1977- pertenece en su casi totalidad a los años del exilio interior. Obra de derrotado: cárcel; censura y auto-censura, forzosa renuncia al proyecto político-cultural vivído hasta 1939. Obra que se asienta, obviamente, sobre presupuestos estéticos tradicionales. Y así se sucederán los testimonios de la cárcel (complementarios de los que dejó, en 1934, un Luis Quintanilla, los paisajes urbanos del viejo Madrid, las decimonónicas escenas andaluzas, y por último -de 1973 en adelante- el feliz reencuentro con la bahía de Algeciras, su luz, su cambiante vida...
Tampoco fuera de Algeciras es demasiado conocido el trabajo de Puyol como portadista. Lo más celebrado y casi diría mitificado de su trayectoria corresponde a su impresionante labor de agitprop, durante los años de la República y la Guerra. Puyol dibujó centenares de viñetas y caricaturas para Mundo Obrero, Altavoz del Frente y otras muchas publicaciones de carácter revolucionario; sus dibujos figuraron en muestras como la organizada por la revista Octubre en el Ateneo de Madrid, en 1933; realizó carteles de guerra que alcanzaron gran difusión; celebró tres exposiciones individuales; dirigió el montaje escenográfico de obras de César Falcón y Rafael Alberti; participó, con un mural, en el célebre Pabellón republicano de la Exposición de París... Fue, en suma, uno de aquellos intelectuales que, metidos hasta el cuello en la tormenta española, no vacilaron en tomarse al duro pie de la letra aquello que exigía Lenin de "el artista debe ser una pequeña tuerca ...". Sin embargo, los estudiosos del tema -Valeriano Bozal y Carmen Grimau, entre otros-, unánimemente escépticos a la hora de juzgar el trabajo de tantos creadores como entonces hubo que a partir de tales supuestos no lograron elevarse por encima del plano de las intenciones, coinciden en considerar a Puyol como un caso aparte. Y efectivamente no es frecuente encontrarse, en el campo de la pura propaganda, a un artista tan dotado. Puyol se encontró a sus anchas en las servidumbres épicas a las que fatalmente se ven abocadas tanto la imaginería proletaria como la imaginería bélica. Supo cultivar también, y hasta la náusea en sus famosos carteles para el Socorro Rojo Internacional -con razón calificados de inquietantes por Carmen Grimau- la .más partidista de las sátiras.
En mi opinión sin embargo, y entre otras razones porque estoy en radical desacuerdo con cualquier sistema de valores donde el arte sea considerado como "pequeña tuerca" de nada, lo mejor de la obra de Puyol hay que buscarlo en un período igualmente tenso para él, pero en el que su trabajo estaba puesto bajo un signo menos urgente. Me refiero, ya lo he dicho al comienzo de estas líneas, a las cubiertas realizadas por el artista alrededor del año 1930.
Hace ya mucho tiempo que me fijé por vez primera en el nombre de Puyol, al pie de alguna cubierta de Cenit, de Oriente, de Renacimiento o de Historia Nueva. Siempre que cae en mis manos un libro de los años veinte con aire vagamente futurista cubistizante, con tintas planas, estructuras circulares en plan mueble Rolaco, con multitudes, con francos y audaces contrastes de color, con sombreados a lo Léger, con letras primitivas diseñadas una a una, automáticamente busco por alguna esquina la firma tan característica de Puyol. Esa firma articulada ella también según criterio de grafista, sobre un semi-círculo, alrededor de esa Y central tan a propósito que le infunde a la palabra a la vez estabilidad y movimiento
Por supuesto, las cubiertas de Puyol no constituyen un fenómeno aislado, sino que son la culminación -una de las culminaciones- de un proceso largo y complejo. El día que alguien emprenda la necesaria tarea de ordenar e historiar nuestro diseño gráfico, se podrá confirmar algo que por ahora sólo intuimos: la profunda coherencia de la evolución de éste, en España, entre 1900 y 1931. Sólo esa coherencia, o al menos una relativa continuidad moderna y una relativa ausencia de saltos bruscos explican el que, en ese lapso de tiempo, se pasara de los libros anodinos y feotes de finales del XIX, a los volúmenes internacionalmente homologables de los años veinte. Entre medias, por una parte los cánones estrictos de Juan Ramón (y de Jiménez Fraud); por otra la búsqueda de exactamente lo contrario, en editoriales como Prometeo, Renacimiento o Mundo Latino.
Esos serán, a partir de entonces, los dos polos de referencia: o despojar el libro (y especialmente el volumen de versos) de todo adorno inútil, o vestirlo llamativamente convirtiendo su cubierta en atractivo reclamo de su contenido. Ni que decir tiene que a lo largo de la década de los veinte, con la excepción de algunos núcleos poéticos como el malagueño de Litoral, se impondrán masivamente -a derecha e izquierda- los criterios mantenidos a lo largo de los años diez por las mencionadas editoriales pioneras.
Esta tendencia general de la edición contó con grafistas (y sobre todo pintores metidos a grafistas) capaces de consolidar una tradición moderna. La generación a la que pertenece Puyol es la de Mauricio Amster, Maroto, Barradas, Renau, Galindo, Benet, Helios Gómez, Bon, Sáenz de Tejada, Tono, Climent, Garrán, Monleón. Sin olvidar al portugués Almada Negreiros, o a rezagados del modernismo como Bartolozzi, Arturo Ballester, Ribas, Marco, Ochoa, Penagos... Un estudio pormenorizado del período permitiría distinguir grupos más o menos homogéneos, en el seno de la generación. Naturalmente, no es lo mismo el portadismo humorístico de Tono, que el portadismo "de avanzada" realizado para las editoriales izquierdistas por Puyol, Amster, Renau, Monleón, Maroto o Helios Gómez. Pero lo cierto es que, entre todos, los portadistas de los años veinte incorporan a nuestra escena cultural los hallazgos de los grandes creadores foráneos: el art-deco, el estilo Bauhaus, el cartelismo geométrico a lo Cassandre (aquel inolvidable Etoile du Nord), la herencia vanguardista de la tipografía italiana... Y por supuesto, en el caso más específico de los portadistas "de avanzada", las enseñanzas cruzadas del cartelismo ruso, del expresionismo alemán, del "fotomontador" Heartfield, y hasta de la estampa mexicana revolucionaria.
Nacido en 1907, Puyol inicia jovencísimo su carrera. A los trece años ya le tenemos en Madrid, en la Escuela de Bellas Artes. Pronto le vemos relacionado con los círculos más al día, cuyo punto natural de reunión es el café de Pombo. Luego vendrán las estancias romanas y parisinas. El arranque de su trabajo como diseñador debe situarse hacia 1927 o 1928. Pero es en 1929 y 1930 cuando realiza sus obras más significativas. Años finales de la Dictadura, cuando el país vive en plena efervescencia política, cuando aún no se han roto los cauces de diálogo y convivencia entre los intelectuales de distinto signo, cuando aún no han nacido las revistas que polarizarán a tantos intelectuales en uno u otro extremo...
Las cuatro cubiertas de Puyol que he elegido para su reproducción en el presente catálogo, son buena muestra de su trabajo de esos años 1929 y 1930: cubiertas para Los hombres en la cárcel (1930) de Víctor Serge; Efigies (19291 de Ramón Gómez de la Serna, Locura y Muerte de Nadie (1929) de Benjamín Jarnés; y por último La Venus Mecánica (1929) de José Díaz Fernández. La cubierta para Serge resulta arquetípica del estilo de Puyol en la década posterior: composiciones sencillas, acento épico, poder de impacto inmediato. A este género de estética, a caballo entre el vanguardismo y el realismo socialista, pertenecen la mayoría de sus cubiertas para la literatura extranjera que traducían las editoriales "de avanzada'': novelas sociales americanas, novelas expresionistas alemanas, novelas rusas. Las otras tres cubiertas, en cambio, evocan otro orden de cosas. No las he elegido al azar, sino pensando en quiénes son los autores de los tres libros en cuestión, y en qué medida logra Puyol un correlato plástico de lo que esos libros significan. Si en el caso de Ramón Gómez de la Serna la cubierta peca tal vez de excesiva dureza, no ocurre así en los otros dos casos, que yo calificaría de plenamente afortunados. Jarnés era, es casi un tópico decirlo, el máximo representante español, en el campo de la prosa, de la deshumanización del arte apuntada por Ortega en su libro de 1925. Puyol realiza una cubierta muy "realismo mágico", como se decía entonces con terminología del alemán Franz Roh. Una cubierta de reminiscencias cubistas, ejes bien definidos, tonos malvas transparentes, en la que destacan unas figuras tubulares, una ristra de ventanillas, unas piernas de mujer, un sombrero, un perro humorístico. Cubierta acorde con la prosa sutil del autor de Cartas al Ebro. En cambio a Díaz Fernández le confecciona Puyol una cubierta absolutamente contradictoria con la anterior. Este maquínico maniquí, que a nosotros se nos antoja pariente de los pintados años después por Richard Lindner, y que en su momento debió sin duda algo de su entidad a los de Maruja Mallo (personaje secundario, bajo otro nombre, en la novela), emblematiza a las mil maravillas la propia síntesis narrativa del más inteligente prosista con que, contó la "literatura de avanzada". La mezcla de sátira social y de vanguardismo que hace de la La Venus Mecánica un auténtico milagro literario, es exactamente la misma que hace ejemplar su cubierta.
Pero en 1929 tanto Díaz Fernández como Puyol están ya sentando las bases de lo que serán, a lo largo de los años treinta, sus respectivas obras de combate. La evolución hacia una concepción mucho más rígida, mucho más militante, del arte y de la literatura, constituye un capítulo generacional del que los años veinte sólo fueron el prólogo. En los últimos tiempos, parece que existe un cierto interés por revitalizar e incluso devolver actualidad acrítica a ese proceso de radicalización, que tuvo su culminación en una guerra fratricida. Ese proceso encontró en Díaz Fernández y en Puyol a dos de sus más cualificados protagonistas. Permítaseme no acompañarles por esa senda. Uno aprecia las cubiertas de Puyol, con un aprecio que no logra otorgarles, pese a sus méritos indudables, a sus producciones ulteriores, presas de unas circunstancias bélicas de las que sería peligroso sentir la nostalgia. Espero que nadie vea, en esta preferencia, ni impertinencia ni falta de respeto; y sí la más obligada de las sinceridades.

J.M. Bonet 1981

 

Galería
3
1936-1939: Carteles.
Prensa gráfica.
Exposición en París.