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Ahora
que Ramón Puyol recibe el merecido homenaje de
su ciudad natal, ahora que va a empezar a circular nuevamente la obra
de Puyol y que su nombre va a volver a significar algo para un público
más amplio que el de los eruditos y rebuscadores de viejos papeles
españoles, yo quisiera evocar una faceta muy concreta de su producción:
su excepcional labor -alrededor del año 1930- como portadista.
En Algeciras, supongo que el Puyol conocido es el pintor. Lo que ahí
se ha ido exponiendo de su obra -tengo a la vista, por ejemplo, el catálogo
de su muestra en la Galería Cartela, en febrero de 1977- pertenece
en su casi totalidad a los años del exilio interior. Obra de derrotado:
cárcel; censura y auto-censura, forzosa renuncia al proyecto político-cultural
vivído hasta 1939. Obra que se asienta, obviamente, sobre presupuestos
estéticos tradicionales. Y así se sucederán los testimonios
de la cárcel (complementarios de los que dejó, en 1934,
un Luis Quintanilla, los paisajes urbanos del viejo Madrid, las
decimonónicas escenas andaluzas, y por último -de 1973 en
adelante- el feliz reencuentro con la bahía de Algeciras, su luz,
su cambiante vida...
Tampoco fuera de Algeciras es demasiado conocido el trabajo de Puyol como
portadista. Lo más celebrado y casi diría mitificado de
su trayectoria corresponde a su impresionante labor de agitprop, durante
los años de la República y la Guerra. Puyol dibujó
centenares de viñetas y caricaturas para Mundo Obrero,
Altavoz del Frente y otras muchas publicaciones de carácter
revolucionario; sus dibujos figuraron en muestras como la organizada por
la revista Octubre en el Ateneo de Madrid, en 1933; realizó carteles
de guerra que alcanzaron gran difusión; celebró tres exposiciones
individuales; dirigió el montaje escenográfico de obras
de César Falcón y Rafael Alberti; participó,
con un mural, en el célebre Pabellón
republicano de la Exposición de París... Fue, en suma,
uno de aquellos intelectuales que, metidos hasta el cuello en la tormenta
española, no vacilaron en tomarse al duro pie de la letra aquello
que exigía Lenin de "el artista debe ser una pequeña
tuerca ...". Sin embargo, los estudiosos del tema -Valeriano
Bozal y Carmen Grimau, entre otros-, unánimemente
escépticos a la hora de juzgar el trabajo de tantos creadores como
entonces hubo que a partir de tales supuestos no lograron elevarse por
encima del plano de las intenciones, coinciden en considerar a Puyol como
un caso aparte. Y efectivamente no es frecuente encontrarse, en el campo
de la pura propaganda, a un artista tan dotado. Puyol se encontró
a sus anchas en las servidumbres épicas a las que fatalmente se
ven abocadas tanto la imaginería proletaria como la imaginería
bélica. Supo cultivar también, y hasta la náusea
en sus famosos carteles para el Socorro Rojo
Internacional -con razón calificados de inquietantes por Carmen
Grimau- la .más partidista de las sátiras.
En mi opinión sin embargo, y entre otras razones porque estoy en
radical desacuerdo con cualquier sistema de valores donde el arte sea
considerado como "pequeña tuerca" de nada, lo mejor de
la obra de Puyol hay que buscarlo en un período igualmente tenso
para él, pero en el que su trabajo estaba puesto bajo un signo
menos urgente. Me refiero, ya lo he dicho al comienzo de estas líneas,
a las cubiertas realizadas por el artista alrededor del año 1930.
Hace ya mucho tiempo que me fijé por vez primera en el nombre de
Puyol, al pie de alguna cubierta de Cenit,
de Oriente, de Renacimiento o de Historia Nueva. Siempre que cae en mis
manos un libro de los años veinte con aire vagamente futurista
cubistizante, con tintas planas, estructuras circulares en plan mueble
Rolaco, con multitudes, con francos y audaces contrastes de color, con
sombreados a lo Léger, con letras primitivas diseñadas una
a una, automáticamente busco por alguna esquina la firma tan característica
de Puyol. Esa firma articulada ella también según
criterio de grafista, sobre un semi-círculo, alrededor de esa Y
central tan a propósito que le infunde a la palabra a la vez estabilidad
y movimiento
Por supuesto, las cubiertas de Puyol no constituyen un fenómeno
aislado, sino que son la culminación -una de las culminaciones-
de un proceso largo y complejo. El día que alguien emprenda la
necesaria tarea de ordenar e historiar nuestro diseño gráfico,
se podrá confirmar algo que por ahora sólo intuimos: la
profunda coherencia de la evolución de éste, en España,
entre 1900 y 1931. Sólo esa coherencia, o al menos una relativa
continuidad moderna y una relativa ausencia de saltos bruscos explican
el que, en ese lapso de tiempo, se pasara de los libros anodinos y feotes
de finales del XIX, a los volúmenes internacionalmente homologables
de los años veinte. Entre medias, por una parte los cánones
estrictos de Juan Ramón (y de Jiménez Fraud); por
otra la búsqueda de exactamente lo contrario, en editoriales como
Prometeo, Renacimiento o Mundo Latino.
Esos serán, a partir de entonces, los dos polos de referencia:
o despojar el libro (y especialmente el volumen de versos) de todo adorno
inútil, o vestirlo llamativamente convirtiendo su cubierta en atractivo
reclamo de su contenido. Ni que decir tiene que a lo largo de la década
de los veinte, con la excepción de algunos núcleos poéticos
como el malagueño de Litoral, se impondrán masivamente -a
derecha e izquierda- los criterios mantenidos a lo largo de los años
diez por las mencionadas editoriales pioneras.
Esta tendencia general de la edición contó con grafistas
(y sobre todo pintores metidos a grafistas) capaces de consolidar una
tradición moderna. La generación a la que pertenece Puyol
es la de Mauricio Amster, Maroto, Barradas, Renau, Galindo, Benet,
Helios Gómez, Bon, Sáenz de Tejada, Tono, Climent, Garrán,
Monleón. Sin olvidar al portugués Almada Negreiros,
o a rezagados del modernismo como Bartolozzi, Arturo Ballester, Ribas,
Marco, Ochoa, Penagos... Un estudio pormenorizado del período
permitiría distinguir grupos más o menos homogéneos,
en el seno de la generación. Naturalmente, no es lo mismo el portadismo
humorístico de Tono, que el portadismo "de avanzada"
realizado para las editoriales izquierdistas por Puyol, Amster, Renau,
Monleón, Maroto o Helios Gómez. Pero lo cierto
es que, entre todos, los portadistas de los años veinte incorporan
a nuestra escena cultural los hallazgos de los grandes creadores foráneos:
el art-deco, el estilo Bauhaus, el cartelismo geométrico
a lo Cassandre (aquel inolvidable Etoile du Nord), la herencia vanguardista
de la tipografía italiana... Y por supuesto, en el caso más
específico de los portadistas "de avanzada", las enseñanzas
cruzadas del cartelismo ruso, del expresionismo alemán, del "fotomontador"
Heartfield, y hasta de la estampa mexicana revolucionaria.
Nacido en 1907, Puyol inicia jovencísimo su carrera. A
los trece años ya le tenemos en Madrid, en la Escuela de Bellas
Artes. Pronto le vemos relacionado con los círculos más
al día, cuyo punto natural de reunión es el café
de Pombo. Luego vendrán las estancias romanas y parisinas.
El arranque de su trabajo como diseñador debe situarse hacia 1927
o 1928. Pero es en 1929 y 1930 cuando realiza sus obras más significativas.
Años finales de la Dictadura, cuando el país vive en plena
efervescencia política, cuando aún no se han roto los cauces
de diálogo y convivencia entre los intelectuales de distinto signo,
cuando aún no han nacido las revistas que polarizarán a
tantos intelectuales en uno u otro extremo...
Las cuatro cubiertas de Puyol que he elegido para su reproducción
en el presente catálogo, son buena muestra de su trabajo de esos
años 1929 y 1930: cubiertas para Los hombres en la cárcel
(1930) de Víctor Serge; Efigies (19291
de Ramón Gómez de la Serna, Locura
y Muerte de Nadie (1929) de Benjamín Jarnés;
y por último La Venus Mecánica (1929)
de José Díaz Fernández. La cubierta
para Serge resulta arquetípica del estilo de Puyol en
la década posterior: composiciones sencillas, acento épico,
poder de impacto inmediato. A este género de estética, a
caballo entre el vanguardismo y el realismo socialista, pertenecen la
mayoría de sus cubiertas para la literatura extranjera que traducían
las editoriales "de avanzada'': novelas sociales americanas,
novelas expresionistas alemanas, novelas rusas. Las otras tres cubiertas,
en cambio, evocan otro orden de cosas. No las he elegido al azar, sino
pensando en quiénes son los autores de los tres libros en cuestión,
y en qué medida logra Puyol un correlato plástico
de lo que esos libros significan. Si en el caso de Ramón
Gómez de la Serna la cubierta peca tal vez de excesiva
dureza, no ocurre así en los otros dos casos, que yo calificaría
de plenamente afortunados. Jarnés era, es casi un tópico
decirlo, el máximo representante español, en el campo de
la prosa, de la deshumanización del arte apuntada por Ortega
en su libro de 1925. Puyol realiza una cubierta muy "realismo mágico",
como se decía entonces con terminología del alemán
Franz Roh. Una cubierta de reminiscencias cubistas, ejes bien
definidos, tonos malvas transparentes, en la que destacan unas figuras
tubulares, una ristra de ventanillas, unas piernas de mujer, un sombrero,
un perro humorístico. Cubierta acorde con la prosa sutil del autor
de Cartas al Ebro. En cambio a Díaz Fernández
le confecciona Puyol una cubierta absolutamente contradictoria
con la anterior. Este maquínico maniquí, que a nosotros
se nos antoja pariente de los pintados años después por
Richard Lindner, y que en su momento debió sin duda algo
de su entidad a los de Maruja Mallo (personaje secundario, bajo otro nombre,
en la novela), emblematiza a las mil maravillas la propia síntesis
narrativa del más inteligente prosista con que, contó la
"literatura de avanzada". La mezcla de sátira social
y de vanguardismo que hace de la La Venus Mecánica un
auténtico milagro literario, es exactamente la misma que hace ejemplar
su cubierta.
Pero en 1929 tanto Díaz Fernández como Puyol
están ya sentando las bases de lo que serán, a lo largo
de los años treinta, sus respectivas obras de combate. La evolución
hacia una concepción mucho más rígida, mucho más
militante, del arte y de la literatura, constituye un capítulo
generacional del que los años veinte sólo fueron el prólogo.
En los últimos tiempos, parece que existe un cierto interés
por revitalizar e incluso devolver actualidad acrítica a ese proceso
de radicalización, que tuvo su culminación en una guerra
fratricida. Ese proceso encontró en Díaz Fernández
y en Puyol a dos de sus más cualificados protagonistas. Permítaseme
no acompañarles por esa senda. Uno aprecia las cubiertas de Puyol,
con un aprecio que no logra otorgarles, pese a sus méritos indudables,
a sus producciones ulteriores, presas de unas circunstancias bélicas
de las que sería peligroso sentir la nostalgia. Espero que nadie
vea, en esta preferencia, ni impertinencia ni falta de respeto; y sí
la más obligada de las sinceridades.
J.M.
Bonet 1981
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